Las personas, en general, somos una bonita colección de defectos, manías y cosas intolerantes para el resto. Cada cuál arrastra las suyas: uno es molesto porque se pega el día cantando, otro porque no puede parar de hablar sobre sí mismo, ése huele mal, el otro está seriamente convencido en que es el mejor en todo y el de más allá simplemente es pesado. Yo siempre suelo decir que cada cual aguantamos, sobrellevamos o incluso nos la refanfinfla determinado número de manías y defectos del prójimo, pero cada uno aguanta las que aguanta. En mi caso, de las nombradas, no soporto al que está convencido de que es el mejor en todo, al que huele mal y al pesado. El que habla de sí mismo me da igual y al que canta lo ignoro que da gusto (aunque en tiempos quería asesinar a mi hermano porque se tiraba el día haciendo ruidos con todo lo que pillaba).
Por esto, gente que a unos nos cae estupendamente bien no es soportada por otra gente y hay quien, como yo, tenemos un índice de tolerancia bastante reducido. Esta perogrullada es un previo a comentar que una de las cosas que más me hartan y menos aguanto en este bendito mundo es la gente que no sabe ser feliz con lo que tiene y encima consideran que tienen que contarlo a todas horas. Ya saben: son los únicos en este mundo que trabajan, son los únicos que tienen problemas familiares o amorosos (ambos, de hecho), sus enfermedades son las peores, extrañas y más dañinas, se aburren por las tardes y el mundo ha cometido una tremenda injusticia al no considerar su enorme talento (porque, además, siempre son los más trabajadores, los más comprometidos, las mejores personas del mundo... pero sólo les devuelven hostias por ello). Que no digo yo que no pueda uno tener malos días, claro que sí. Y tampoco que no se pueda lamentar uno en soledad y en público. Que yo soy la primera que pongo en el feisbuc o perforo los tímpanos de los que me rodean diciendo que estoy hartita de tener que cogerme las vacaciones que me asigna la empresa, que tengo poco tiempo para hacer lo que me gusta, que me muero de sueño o que me duele el pie pero, maldita sea, no lo hago todos los días, a todas horas y con todo desconocido que engancho por el brazo.
Todo el mundo tiene derecho a pasar una mala racha y lloriquear por ello, pero una cosa es eso y otra muy distinta lloriquear toda una vida porque la suya es la peor que existe. Maldita sea, si no les gustan sus trabajos, sus horarios, sus novios y lo de más allá ¡¡¡que cambien de vida!!!. Joer, que no es tan complicado echar curricula por ahí, viajar, ver mundo, abrirse de mente (que no es lo mismo que ¡abrirse, demente!), aprovechar el tiempo libre, disfrutar de las pequeñas cosas y estar muy, pero muy agradecido a la gente que nos rodea y que hace que nuestra vida sea infinitamente mejor. Y al que no le guste la gente que le rodea, que se rodee de otra y nos deje al resto en paz.
Como ya digo, cada cuál aguanta del prójimo lo que le parece y lo que no, mala suerte. En este caso yo aguanto al que habla de sí mismo o al que canta, pero no al que me pone la cabeza como un bombo cada vez que lo veo asomar porque su vida es la peor del mundo.
Terminaré insistiendo que esto no va en contra de gente que está pasando malas rachas, que sé de un par que seguramente me lean y lo mismo piensan que va por ellos. No es así. Afortunadamente son personas que saben apreciar los buenos momentos y no llevan llorándome desde que los conozco (y va para unos cuantos años). Y no hace falta decir que les agradezco que me lloren todo lo que quieran y necesiten, que para eso sí estamos los amigos.
Pos nada más, que voy con prisa. Recomiendo a David, que es el único que aprecia mis recomendaciones de té, un té rojo rico, rico como el que nos trajeron Raziel y Nuria de Dublin (os lo pongo cuando vengáis, si me lo recuerdas, jaja). Al resto buena música y ya que estamos... seguimos con Amorphis y su nuevo disco. Recomiendo "Battle for Light" porque es un comienzo impresionante.
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